El viaje etnográfico





En blanco y negro, la foto de Nigel en la contratapa del libro me recuerda a esas fotos de Malinowski en la polinesia. (¿porqué tengo bien presente la imagen de este “héroe cultural”?). Camisa de campaña, imagino color caqui, cara de inglés, mira cámara. Me mira, me invita. ¿Será un libro de crítica metodológica?. La contratapa  da algunas pistas, pero refiere a situaciones “divertidas” y las etnografías no son “divertidas”. Son interesantes.
Lo leí entre Madrid, París y Lisboa, en enero. Estaba de turista (¿puede un antropólogo estar de turista?). Era mi primer viaje a europa y estaba leyendo a un británico haciendo antropología, viajando. Era un viaje dentro de un viaje.
Dos inocentes: yo, que pretendía dejarme llevar y disfrutar; y él que planificó todo de antemano y lo llevaron.
De alguna manera, los dos estábamos en un viaje iniciático, él como académico y yo como clase media acumulando capital simbólico, consciente de ello.
Si mi razón estaba relacionada con cierto mandato social, la suya era parecida, pero dentro del campo académico. Necesitaba haber estado allí, lejos, en el campo. La tradición antropológica británica, francesa y yanqui destila en esa idea. De ahí la foto de Nigel en pose maliskowniana. (fantasía iniciática: tapa de tesis, yo, vestido de Malinowski, anotador en mano, entre bailarines de tango, en el centro de la pista miro hacia arriba, a la cámara cenital: evidentemente comparto el irónico y fino humor inglés de Nigel).
Esta idea de Krotz de la etnografía como un viaje en el tiempo y en el espacio me recuerda a una escena de “2001, una odisea en el espacio” cuando el protagonista se ve desplazado a otra dimensión, a un espacio familiar (su casa, su dormitorio) pero extraño (todo blanco y luminoso) y en una simultaneidad de tiempos y estados ontológicos (él niño y anciano), en el sentido en que el momento de escritura es un estar-después-lejos de lo experimentado, del campo, de los sujetos. Pero también lejos y después de sí (mí) mismo. Porque como a Nigel y a cualquiera que haga trabajo de campo, ésta experiencia lo transforma, es otro, es (debe ser) sujeto de objetivación, es dato.
En el micro a París leo los primeros capítulos, lápiz en mano, desplegando el clásico habitus de lectura académico (no me predispongo al disfrute de la lectura). Me desconcierta el humor, no es algo que esperaba. No tan periódico, como gags de una comedia. Me río bastante, pero bajo, porque no quiero despertar a los demás y (otra vez lo mismo: este miedo a molestar y molestar del a que me dí cuenta leyendo mis registros) disculparme en castellano, inglés o francés. (es interesante cómo rápidamente uno despliega un modo preobjetivo de percepción del otro, se predispone a escuchar, no castellano, inglés o francés, si no escuchar). No  esperaba ese humor, porque creí que era un trabajo “serio”, que iba a hablar del etnógrafo y su relación con el trabajo de campo. Guardo el lápiz y decido leer sin más.
En la relectura (salteada) para este trabajo, volví a subrayar. ¿No es esto lo que hace el etnógrafo con su trabajo conceptual? ¿Subrayar el texto cultural, al modo geertziano?, ¿interpretar sus propias selecciones, luego, lejos?.

El libro se revela como una desmitificación del trabajo de campo en los primeros capítulos. No a la involuntaria manera de los diarios de Malinowski, sino con vistas a un lector amplio, no sólo académico. Es como estar detrás de la escena, diría Goffman. Las dificultades que relata al inicio, sobre todo burocráticas, se parecen a las de acá, pero a él lo sorprenden. Pienso en los papeles y papeles que hay que llenar para una beca, en las diferentes condiciones y posibilidades de producción académica en mi querida antropología subalterna. También en la exposición del compañero que hizo trabajo de campo en áfrica (¿en áfrica?!!!). Sin embargo para Nigel, es normal.

Su viaje iniciático comienza con una cuidadosa selección y planificación. Pero aquí confiesa las verdaderas razones: satisfacción egoísta en primer lugar y aporte al conocimiento de lo humano como producto secundario.
El relato avanza a la manera de un ejemplo de las etapas de Van Gennep (librito que compré en Barcelona): separación, liminalidad y reintegración. Pero una lectura literaria permite entrever que las situaciones van desarrollando la trama en una creciente implicación (sobre todo corporal y afectiva) del antropólogo-personaje, cuyos cambios de valor (seguro-perplejo-inocente) están articulados en momentos de crisis. Llegado a un punto máximo la tensión se resuelve con la vuelta a casa, como en una novela.
Terminado el cuarto capítulo comienzo a sospechar. No puede ser que la realidad tenga estructura de novela, una trama aristotélica de planteamiento, nudo y desenlace, con conflictos que hacen avanzar la historia (“sin conflicto no hay historia” es la máxima de la escritura ficcional- y marxista). Es demasiado perfecto, redondo. Pero no, esto es una etnografía, escrita por un antropólogo. Tiene que ser verdad o al menos tener base empírica. Geertz dice que se establece un contrato entre el lector y el autor, a la manera de una ficción, donde el primero cree en lo que lo relata el autor en la obra, porque ese antropólogo estuvo allí, lo experimentó y lo cuenta de primera mano. Allí radica la autoridad del escritor. Me pregunto entonces sobre la selección de situaciones que relata y por las que no relata: si bien el texto pone en primer plano al etnógrafo, podría pensar en los límites de la objetivación, en “las condiciones sociales de posibilidad ... de esta experiencia y, más precisamente, del acto de objetivación”, según Bourdieu. Tal vez esa selección, además de obedecer a actos deliberados en función de lo que quiere comunicar, sea inconsciente o porqué no, moralmente inconfesable (¿qué pasa con la líbido de los antropólogos en el campo? ¿por qué nadie habla de esto?).

Nuestros viajes corren en paralelo, llevo el libro para matar las esperas en las estaciones de micro y de avión. La espera parece ser una característica del trabajo de campo de Nigel, pero aparece en frases cortas, que no reflejan el tedio, el aburrimiento de estar ahí sin hacer nada. Esta ansiedad de ir, salir, recorrer, experimentar turísticamente (cualificar el tiempo, la inversión, de ver lo significativo) a veces contra uno mismo, se parece a mis primeras salidas al campo. Nigel (ya me resulta familiar, cercano) pasa horas, días y semanas esperando o saliendo a buscar información, como cuando se para en el cruce de dos caminos, porque por allí pasan los dowayos volviendo de sus trabajos. Pero también espera que ciertas cosas pasen de una manera (disponer del dinero, hacer el primer contacto, que lo dejen observar un ritual, etc.) y los sujetos sencillamente, actúan de otra. Indica Krotz que “es importante destacar aquí -en el encuentro con la alteridad- que este aspecto no tiene que ver con estructuras de personalidad y particularidades biográficas individuales de los viajeros antropológicos, sino que como miembros de una colectividad, un conjunto social con algún tipo de identidad, se enfrentan a personas, agregados o grupos, cuya identidad -y formas de actuar- se encuentra acuñada por su pertenencia a otros universos simbólicos.” Los dowayos siempre llegan tarde, Nigel lo sufre, se indigna, pero lo va entendiendo como una característica cultural.
Aquí el asombro va cambiando su percepción de cómo funcionan las cosas en el mundo dowayo, de cómo debe adaptarse innovadoramente a las condiciones de su residencia, de su estar ahí, pero también en ese diferencial están los “momentos de conocimiento” y objetivación de sus supuestos. Es así como el autor da a conocer el mundo dowayo: de un lado lo que supone que debería ser o lo que espera que sea y, del otro, lo que le dicen, hacen y él interpreta. Lo extraño en el campo se le torna familiar. Y a mí en la lectura.
Entonces veo, en un museo de antropología en Madrid, tras una vidriera, una vasija fulani, el pueblo que según Nigel, domina varios aspectos de la administración de Camerún y por lo tanto, en parte, y a su pesar, su campo posible. El objeto me resulta cercano, conocido, y aunque los dowayos son otro pueblo, se revelan, desde mi perspectiva, lejanos, pero cercanos entre ellos. Busco algo dowayo, pero no hay. Mientras reflexiono en esa sensación de cercanía con la vasija (que atribuyo a la lectura del libro, algo de ese mundo está frente a mí), subo al piso de América. Hay un mate, también en una vitrina. El cartelito dice (más o menos) “Mate. Utilizado por los indios de sudamérica para beber infusión de yerba mate”. ¿Soy un indio? ¿por qué esto me parece violento y lo demás no?. Me monto (no sin esfuerzo de imaginación, de extrañación) en el texto de la exposición, entonces el mate se torna exótico, ayudado por la explicación de su uso (ritual, en pasado) que una maestra de primaria da un grupo de chicos. Gesticula, pero no, no tiene el habitus matero. A la vasija le saqué un foto, al mate no.

Termino la lectura en Lisboa, compartiendo su adicción por los pastelitos de nata. Me cuesta creerle, sobre todo rememorando las violencias que tuvieron por objeto a su cuerpo: frío y calor extremo, malaria, diarreas, fiebres, pérdida de dientes, pérdida de peso, hambre, humedad, etc. Todo el tiempo me preguntaba si yo podría hacer algo así. Podría decir que a la violencia de la antropología hegemónica (discursiva, metodológica, ideológica) el campo le devuelve una carnal, sensible, pero sería forzado.

Cierro el libro y la pregunta es la misma que cuando leí el de Wacquant: ¿Es esto una etnografía? ¿qué es hacer etnografía? Para Nigel, antropólogo de una tradición hegemónica, es viajar lejos (ni se plantea hacer un estudio local), a lo desconocido cultural (y subalterno, por supuesto), recoger datos (todo el tiempo espera eso) y escribir un texto (en su gabinete gris) para ganar prestigio en el campo académico (de manera egoísta). Como dice en el texto de Restrepo y Escobar: este “encuadre antropológico parece ser la expresión del imaginario moderno de un individuo libre que decide por sí mismo los que quiere estudiar, cuándo , dónde, cómo y por cuánto tiempo, mientras que la gente estudiada son situadas en un pasivo lugar de ser observadas, ser informantes”, pero no lo es. Hay condicionantes históricos que no le (nos) permiten concebir otras formas de conocimiento antropológico, de hacer etnografía.

En la facultad lo que leemos da indicios, fragmentos como la realidad que estudiamos, que permiten pensar sobre  qué es hacer etnografía. Mi aproximación más clara y metafórica sigue siendo un fragmento de un poema de Gelman:
“...como esa noche que yo estaba por escribir un poema
intentando apresar los rostros últimos del bello amor humano
imperfecto, perfecto como una madre oscura
acercándome a ellos casi rodeando su aire
cálido como un fuego, cara a cara a su fuego
oyéndolos temblar inasibles…”

Nigel vuelve a Inglaterra y se encuentra que pocos conocidos o nadie sabía de su viaje y que lo familiar le parece extraño, como advierte Krotz. Cuando volví de mi viaje le presté el libro a un amigo que siempre me pregunta “¿qué hace un antropólogo?”. “Esto” le dije, sabiendo que no era verdad, no del todo.

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